Rafael Hernández

Imaginemos a un partido en EEUU que promoviera el cambio hacia un sistema político, económico y social similar al de la República Popular China. Que ese partido, o conglomerado de grupos, carente de un liderazgo estable o definido, de una ideología coherente, salvo oponerse al orden prevaleciente en EEUU y abrazar el modelo de la RPCh, se autodefiniera como la genuina representación de la sociedad norteamericana, aunque no se mostrara capaz de expresar el interés real de ningún sector social en particular. Supongamos que el gobierno chino, como parte de su presupuesto oficial, le otorgara a ese conglomerado cientos de millones de yuanes, para fomentar lo que aquel llamaría un proyecto de “evolución pacífica” hacia un modelo de país que conllevara una relación íntima con China. Finalmente, pongamos por caso que la República Popular estuviera donde hoy queda Canadá, con una población 30 veces mayor y una economía 233 veces más potente que los EEUU, tuviera medio siglo de muy malas relaciones con este país, y que su presidente insistiera en retratarse con el liderazgo de tal conglomerado.

¿Cómo reaccionaría el gobierno de EEUU? ¿Recluiría a este grupo en la base naval de Guantánamo, sin derecho a juicio o protección legal? O más bien, dado que no incita a una rebelión armada, ¿lo trataría como un movimiento pacífico? ¿Tal vez se limitaría a presentarle cargos por colaborar con una potencia extranjera, exponiéndolo apenas a varias cadenas perpetuas? ¿O quizás lo consideraría una oposición legítima, dedicada a ejercer sus derechos civiles, a disentir del orden establecido, a cultivar el librepensamiento y a comportarse como buenos ciudadanos? ¿Defensores de la democracia y el pluralismo, al punto de buscar el diálogo y practicar el respeto hacia los que no comparten sus ideas? ¿Abanderados de la libertad de expresión, mediante medios de difusión no partidistas ni consagrados a negar el sistema, sino a jugar un rol informativo profesional y balanceado? ¿Reconocería entre ellos a líderes políticos e intelectuales, capaces de conducir al país por el camino del desarrollo humano, la independencia, y la democracia ciudadana?

Si se aprecia todo lo anterior, se comprobará que la reacción cubana ante los grupos disidentes no se reduce a simple impulso ideológico, ineptitud para lidiar con el disentimiento o cerrazón mental. Aunque tampoco se podría explicar por la magnitud de amenaza real que estos representan por sí mismos para la seguridad nacional cubana. El problema no son ellos, sino la política norteamericana que los auspicia, enunciada aún hoy como “traer la democracia y los derechos humanos a Cuba”, y dirigida no a objetivos puntuales, a “los Castros” o la “exportación de la revolución”, sino a cambiar el orden social, económico y político del país en el sentido de “promote our values”.

Desde la Brigada 2506 hasta hoy, el exilio político cubano siempre se ha percibido en la isla como una función de la política norteamericana. El 17D demostró que, en materia de política hacia la isla, no es la cola la que mueve al perro, sino que el perro es el que decide en última instancia. La pregunta post-17D, sin embargo, no se reduce a si es válido aplicarle a esa cola los medios con que se enfrenta la subversión, por ejemplo, encerrarlos. Ni si es buena idea hacerlo, para contar con una pieza de cambio a la hora de negociar con el dueño (quien pregunta qué le daremos a cambio de devolver Guantánamo). Ni si resulta conveniente aplicarle todo el peso de la ley, con lo cual se les convierte en víctimas, y con un poco de prensa continental, en héroes. La pregunta actual es si esta disidencia le resulta realmente funcional a la política inaugurada por Obama el 17D.

Esa política está montada sobre otra lógica, que no excluye la presión, la confrontación ideológica o la coacción, pero sí las articula de otra manera, tomando al diálogo y la negociación como ejes. La prensa en la isla repite sin descanso que EEUU no ha renunciado a sus objetivos, remachándoles a los cubanos una verdad obvia: no deben confiarse de ese poderoso vecino, que sigue tan imperialista como siempre, y solo ha “cambiado los medios”. Ahora bien, si se toma al pie de la letra esto de “los medios” cambiados, la nueva política contiene implicaciones de mayor escala.

En efecto, como alternativa a medio siglo de fuerza bruta ineficaz, la formulación estratégica del 17D se dirige a abrir una carretera que comunique con el corazón del sistema político cubano. De influir, por ejemplo, sobre los jóvenes, pero sin limitarse a las bandas de rock o a los grupos de hip hop, sino llegando al liderazgo de los gobiernos y direcciones provinciales del Partido Comunista, las fuerzas armadas y la seguridad, la tecnocracia y las instituciones científicas, educativas, culturales. De comunicarse con la economía naciente de las reformas de Raúl Castro, pero no con empleados de paladares y agromercados, sino con la ancha capa de empresarios al mando del nuevo sector público, ansiosos de conseguir la eficiencia en la producción y los negocios. De alcanzar a los miles de comunicadores sociales y periodistas, más conocedores de internet de lo que se dice por ahí, quienes se quejan con razón por la falta de acceso a la banda ancha y el free wifi, mientras algunos quizás admiran en privado a CNN.

¿Se encuentra el acceso a esta carretera en manos de los opositores a la normalización que integran estos grupos? ¿Son los socios de los congresistas cubano-americanos, famosos en EEUU por su catadura ultraconservadora, y padrinos de la disidencia en la isla, el puente entre los emprendedores cubanos de ambas orillas? ¿O las damas que dejan colgada de la brocha de la mediación a la propia iglesia católica? Por muy despistados sobre la sociedad civil y la política cubana que sigan estando, resulta increíble que los asesores del presidente de EEUU consideren emisarios viables de la democracia y la libertad en la isla a la delegación de provocadores profesionales que descendió sobre Panamá en el entorno de la Cumbre de las Américas.

No hay que olvidar, sin embargo, que la política, en buena medida, es un extraño gran teatro. Solía decir Martí que en esa puesta en escena, lo más real es lo que no se ve. No en balde un antiguo jefe de la Sección de Intereses, en la intimidad de un informe al Departamento de Estado, comentaba que “there are few if any dissidents who have a political vision that could be applied to future governance……it is unlikely that they will play any significant role in whatever government succeeds the Castro brothers.”

No sería esta la primera vez que sus caminos, lo del gobierno norteamericano y esta peculiar oposición cubana, se bifurcan. Todavía caliente la Crisis de los Misiles, Jacqueline Kennedy recibiría la bandera de la Brigada 2506, prometiéndole que se las devolvería cuando entraran triunfalmente en una “free Havana”. Más de 52 años después del discurso de Jacqueline en el estadio Orange Bowl, los descendientes de aquellos brigadistas, junto a otros cubano-americanos estimados en casi 400 mil el año pasado, han seguido llegando a la isla–aunque no precisamente en son de guerra. A esos cubanos comunes, de dentro y de afuera, no les interesan las banderas, sino el camino del reencuentro, que la promesa de la normalización ha abierto.

La Habana, 10 de abril de 2015.